Conocí a Sergio un lunes de Junio, coincidentemente, el día
en que él me conoció a mí. “Llevo gafapastas negras y deportivas de color azul”,
me dijo en ese lenguaje que solo los viajeros entienden y sus palabras se
perdieron en la ensalada de plazos, travestismos y abandonos que me atolondraban
la cabeza.
No hablaré ahora del primer encuentro porque ya lo hizo él.
Hablaré sí, de Marta y Cristina.
Sergio no decía dulzuras, era más bien una cloaca de
rencores y superaciones. Una vez le dije que la vida a su lado hubiera sido un
sueño, si no fuera en el sueño estaba él. Era hondo y apasionado, una puerta a
la desgracia, convincente y debo confesar, por momentos asesino. No puedo si lo nombro, evitar extrañarlo, la vida debería estar plagada de gente como él.
Había venido viajando de Europeo, descubriendo el mundo de
arcilla de mi América, con mochila y mugre a cuestas y un tendal de libros
devorados. Pasó los días como un can a mi lado, mientras yo escribía para el
diario, leyendo cualquier cosa y recitando algún que otro poema. Me leía
filosofía mientras cocinaba los fideos.
Había bailado en una terraza, una noche intoxicada, algún
tango con muñeco. No fue un tango, yo ya sé, pero el verano de Marta y Cristina
en Barcelona se me dibuja en el recuerdo como el sueño ajeno, con sabores
propios y no puedo menos que inventarlo como un baile de amapolas.
Sergio conoció a Marta en algún lugar de La Mancha, de cuyo
nombre no quiero acordarme, se hundió en ella y se la llevó a París. Marta era
joven y guerrera, nada pudo el alto muro de mi amigo contra esa tormenta.
Sergio me contaba “yo trataba de entenderla, pero ella no decía”.
Y no era en Barcelona. Ambos los tres eran de otro pueblo,
orillero del Mediterráneo, donde también vivían Estrella, David (qué curioso,
estrella de david) y otros personajes familiares de la historia.
Pasaron un verano juntos los dos, Sergio, Marta y Cristina,
apostados en la playa, en una casa de prestado. Siempre me he preguntado que
pensó Cristina en esos días en que su amiga amaba al mío. Ellas dos, mi Sergio y
yo en mi cabeza no entendemos nunca nada. Pero yo no entro en esta historia más que para
relatarla, para ahondarla y volver a hacerla mientras digo.
Por algún motivo al irse a vivir a la casa de la playa de aquel verano
catalán, la bienamada Marta se llevó a Cristina. Sergio
les bailó el tango en la terraza, abrazado a algún muñeco, y las niñas habrán
reído, abrazándose los dedos, descalzas de pies blancos y soleras sin sostenes,
inocentes de su propia juventud, se habrán rozado al reírse con la simpleza de
las europeas.
Más tarde acabó el verano y mi amigo volvió a los quehaceres
diarios de vivir en Marta cuando supo, de boca de la propia niña, que había
sido desterrado, que ya no era requerido, que gracias por todo que buena suerte
y buena vista, que la tormenta había pasado y que nada más podía decirse. Allí
supimos qué pensaba Cristina.
Sergio se fue entonces buscar a la fiel amiga de la novia
desalmada, y se revolcaron de manera descarada y se quisieron a su modo. Marta
entonces, torbellino, agua profunda, odió a Cristina y más tarde perdonó a
Cistina.
Días antes de venir Sergio a estas tierras, ambas
lo acompañaron a Barcelona, al Camp Nou, filmaron un video, se rieron
como aquel verano y me dejaron esta imagen, que ilustra esta historia que no
sería nada, de no ser porque el protagonista es el mismo diablo.
Sergio, el hondo diablo de mi corazón.
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