El cronista de la muerte

Hoy soñé que te mataban. Habíamos pasado de perdernos en un edificio laberinto de escaleras que, con total falta de lógica, derivaban siempre en sitios irreconocibles pero viejos, con ese olor del centro, mezcla de hollín, cucarachas y mucha agua para aplacar la hediondera. Cuando preguntamos al portero del edificio dónde estaba el súper que estábamos buscando –no lo buscábamos, era una excusa para disimular que nos estábamos escondiendo de la gente-, el buenhombre levantó el dedo y nos dijo “están en el barrio”.

Y, efectivamente, estábamos en el barrio. Como a veces pasa en los sueños, no se sabe si era de noche o de día, pero había mucha vida. Un par de changuitos me robó algo del bolsillo y escuchamos a Jorge gritar desde su casa tu nombre. Vos, que nunca sentís miedo, te fuiste a ayudarlo. Porque –y lo supe en ese momento- había un grupo de desalmados golpeándolo. Correr detrás de vos me llevó mucho tiempo y esfuerzo, porque el miedo de que a Jorge lo maten antes de que vos llegues me paralizaba.

La casa de Jorge era igual de miserable que en la vida real, sólo que tenía paredes que formaban habitaciones. Él seguía gritando tu nombre desde algún lado y se escuchaban machetazos, carnes estalladas, ruido de faena humana. Tras una cortina lo encontré a él, sano y salvo, con los ojos perdidos en la desgracia. Con la mirada que decía que no había podido hacer otra cosa más que tenderte una trampa, con el peso de haber vuelto a arruinarse la vida. Otra vez. Recordé cuando en la vida real me dijo “a mí no me quedan más de 15 años vivo”.

Pero seguían gritando tu nombre. Alguien seguía gritando tu nombre con la desesperación de quien ya se sabe muerto y ruega por ayuda. No era él, eras vos mismo. En el sueño, en ese momento, me di cuenta que los dos se llamaban igual y que eras vos quien pedía auxilio al otro, al que te había entrampado, al que te había llamado para que los cuatreros te descuarticen. Yo seguí tu voz que gritaba tu propio nombre y te encontré en la bañadera rosa donde se cocina, sentado lleno de sangre. Moriste en ese momento. Ya nadie gritó nada más.

Jorge se acercó y les preguntó a los carniceros “¿por qué me le han dejao las piernitas en el otro lao?”. Te habían arrancado las piernas y no tuve el coraje de mirar. Me llevé la mano a la boca y me di cuenta que, detrás de tantas crónicas de muerte que habías contado porque las habías vivido, tenía que llegar la tuya. Toda la historia del mundo había acabado en ese momento y yo había sobrevivido, perdida en el tiempo, colgada de la nada. Porque cuando muere el mensajero de la muerte se termina todo, la vida misma se pierde en el limbo de que todo ocurra y no haya nadie ya que lo cuente. Nada, después de tu voz apagada, tenía sentido, ni tu propia ausencia porque no había quien la diga.

El sueño continuó porque la mente es caprichosa y sigue inventando cosas; pero ya ni esas casas verdes que vinieron después, las quintas de Santiago, el campo sembrado que se me apareció de pronto y sin aviso, nada tenía sentido. Porque había muerto el cronista de la muerte y ese era el fin de todo, del sueño, de la siesta, del calor y del tiempo del mundo. Todo, desde entonces, quedaba liberado al caos.

Quiero

Quiero correr
vestido íntegramente
de crema pastelera
y gritar
que te amo.

Tenerte en la cama,
abierta ante el deseo,
y que
devorada por el goce
me grites tu clave del cajero
… éxtasis.

Entrarte por el corazón
hasta saquearte la entrepierna,
como corresponde.

Quererte en silencio,
sin que vos ni nadie se entere.
Haciendo de la distancia un arte,
como sólo el buen agorafóbico
puede.
Quiero sentir el hedor de tu asila
 mientras tengo alucineta
de pala entre tus piernas...
Y darte el beso negro,
como corresponde.
…ponerte lentes de contactos
y ponerte en cuatro
y no parar
hasta que
no se te salgan solos.

Me gustás tanto
que me
agarró miedo
que te mueras.

Mi sueño es ver a un mimo pateando un corner
y casarme con vos.

Estoy viendo Susana Gimene…
qué bien
embarazar a Luisiana Lopilato
Apodame la Chelo Delgado


Patricio Martínez - María Gabriela Rojano
Poetas contemporáneos


Diálogos con la loca, loca Policía de Tucumán



Yo no sé si el Ministerio de Seguridad tiene mala suerte o solamente les tocó un mal día para limpiar su imagen. 

Me habían invitado a asentar una denuncia contra un policía que me llamó para intimidarme por andar "investigando" la desaparición de Franco Núñez a la División de Delitos contra las Personas, que es la encargada de buscarlo. 

Franco fue arrastrado por el Canal Sur hace 50 días. Tiene una discapacidad y hay indicios de que podría haber sobrevivido: hay gente que lo vio mendigando en el sur de la provincia. La Policía no parece muy interesada en encontrarlo y por eso escribí el artículo

Eso sí, en su intento por "defender la libertad de prensa", en el Ministerio no contaban con la astucia del policía del escritorio que estaba a la par. El oficial no pudo contener sus ganas de confirmar que la División no estaba muy entusiasmada en la búsqueda del chico.

El diálogo que se reproduce a continuación con el policía entrometido de la par -y que es uno de los encargados de buscar a Franco- es textual.


- Ponga por favor en la denuncia que la intimidación ocurrió horas después de que la publicacción de un artículo

El tiempo de las tormentas

La tormenta de finales de noviembre nos hundió el pozo ciego, que ya tenía más de 20 años y que mirábamos de reojo cada tanto, preguntándonos cuánto más iba a  aguantar. 

Cacho dijo que comprando los materiales y consiguiendo que Juan deje una semana de jugar a la pelota lo iba a componer, pero que había que tener unos tres mil pesos de entrada. Y como yo cobro aguinaldo, pensé que para enero la cosa ya iba a estar marchando. Mientras tanto, las necesidades, al baldío. 

La muerte del poeta


Todos caminaban en silencio la mañana que partió el poeta, con el respeto que se guarda a los muertos, con el peso del trabajo encima y la tristeza de la pluma muerta. El pueblo amaba su poeta hasta los huesos, y así se lo hizo saber el día del entierro, ofrendándole cuadritos con su imagen borrosa y alguna frase genial que él había escrito en vida.

Así llegaron caravanas al funeral, munidos cada uno de una genial creación, a cuál más primorosa que la otra. Y cuando el uno miraba el cartel del otro, y observaba el propio, lamentaba no haber escogido otra oración para homenajear a su poeta, algo más profundo, una más extensa, más desconocida.

Fue el propio enterrador quien dio la voz de alerta. Una muchacha, de indudable apariencia vanidosa, osaba apretar contra su pecho

El error de Dios

A Guillermina todo le cuesta más, excepto la felicidad.

Cuando tiene ganas de hablar, abre demasiado la boca y se concentra en cada consonante, pero sólo las vocales le salen bien. A veces agrega una i donde no va.

Cuando ve a un señor vestido de blanco, llora, porque cree que es un doctor. No habla nunca, pero cuando escucha la palabra hospital dice siempre “A mí no”. Y no se calma hasta que uno la convence de que a ella no.

Sus amigos son todos grandes: la mamá, el papá, los abuelos, los tíos, la psicóloga, la fonoaudióloga y la maestra integradora. Va de terapia en terapia y conoce más neurólogos que los que vio una persona común en toda su vida.

Dicen que Guillermina es diferente a los otros chicos, porque

Magdalena en carne propia

A Magdalena le avisaron por la mañana que Camilo había aparecido, destrozado a medias por el mar, que la corriente lo había
llevado hacia la playa junto a un montón de hierros retorcidos y aún ardientes. Y la gente salió al Malecón con flores de las pocas que tenía, a despedir a Camilo, a decirle que descanse en paz, que Dios y Fidel continuaban su obra. “Yo no salí. Nunca le fui a tirar flores a Camilo. Yo, más que nadie en esta isla, he sufrido en carne propia los errores de la Revolución”.


El cuerpo de Camilo Cienfuegos no apareció jamás. Tampoco el avión que lo hundió en el Caribe, ni las razones de su muerte. Cuando la Revolución estaba cerca y Magdalena era niña, las leyendas de la Sierra se esparcían por el barrio con más potencia que las novedades de la chusma. Apenas recuerda la entrada de Fidel a La Habana Vieja, los festejos en las calles, las botellas de ron haciendo estragos entre sus tíos, las mulatas bailando y el feriado eterno de ese año nuevo. Pero sí