Conocí a Mariana un lunes de Junio, llegué a la ciudad la víspera y me hospedaba en un mugriento hotel vacío del centro, dónde lo más que podía hacer era hablar con la amargada recepcionista que tenía cara de bulldog francés o masturbarme, escogí intensivamente la segunda opción. No conocía a nadie y mi soledad se empezaba a convertir en aquél tedio que tanto conocía y contra el que luchaba insistentemente desde que tenía uso de razón, más o menos tres años antes. La llamé por teléfono por la tarde y me dijo que andaba un poco liada en unos artículos periodísticos que debía entregar por la noche, pero que a las diez iría a un conocido bar de la ciudad a ver un ciclo de cine inglés, pasarían una película de Ken Loach. Bien me dije, seguiré paseando sin rumbo por la asquerosa ciudad, me tomaré un par de tragos y a las diez iré al encuentro, no puede ser peor que lo que me ocupa. Mi aburrimiento era tal que hubiese ido a una misa evangélica si me hubieran asegurado que al terminar hablaríamos sobre la actualidad de los pecados capitales y que nos ofrecerían la sangre de Cristo y un par de hostias.
Así fue, la esperaba sentado en la vereda, medio embriagado, no sabía cómo era ella así que la llame un poco antes, a riesgo de parecer un poco cargoso, para que me dijera cómo nos reconoceríamos, me dijo que llegaría en taxi y que vestiría una chaqueta azul y una mochila roja. Perfecto, cinco minutos antes de las diez ya estaba sentado fumándome un cigarrillo, no puede notar mi tedio me decía, me mandará a la mierda en un par de horas. Pasados diez minutos, un taxi se paró delante del bar. Debo confesar que había imaginado cómo sería ella; el hombre siempre imagina el porvenir y normalmente lo viste con zapatos de mujer y pechos exuberantes, por lo menos el hombre químicamente desesperado. Recordaba una frase de Kazantzakis que decía algo así como que hay una sola mujer en el mundo, una sola mujer con diferentes rostros. Al bajar del taxi creo que me reconoció al instante, yo le había dicho que usaba anteojos negros y que llevaba unas zapatillas azul eléctrico que mi madre me había regalado unos meses antes con el fin de modernizar mi vestimenta y no parecer un pordiosero, esto último no se lo dije. Yo también la reconocí rápidamente, por su azorada gesticulación, recuerdo que al hablar con ella unos instantes antes su voz resultaba entrecortada y acelerada, y cuál fue mi sorpresa al comprobar que mi intuición no andaba del todo mal, pese a no usar zapatos genuinamente femeninos sus pechos eran los más grandes que había visto en mi vida. Bueno, Dios ha dispuesto esta noche para mí el cincuenta por ciento de la providencia, recuerdo que me dije y se dibujó en mi aquella sonrisa que tanto anhelaba, la sonrisa maquiavélica del hombre seguro y seductor. Hola y sonrisas y qué tal y bien y sí, de viaje y sí un poco atareada, es lunes y mañana la edición impresa y qué sé yo, no reproduciré la primera conversación por módica e insulsa. ¿Pedimos algo para tomar? Y dos empanadas. La sala del cineclub repleta de caballeros con anteojos negros y mujeres con vestidos Mahamudra Hatha Yoga y las que no, recién salidas del psicoanalista. Bien me decía, estás aquí por una cuestión bien concisa y clara, vejar a todos estos hijos de puta de nada te servirá, emplea tus armas. Y sí, el cine inglés tiene un trasfondo político transgresor, y el concepto de libertad queda tan bien retratado, ¿has visto qué fotografía? el pendejo del protagonista hace un papelón, y el valor del arte y en concreto del séptimo o el octavo en la sociedad actual, ¿pedimos otro trago?, claro que sí. Así transcurrió la noche en que la conocí. He aprendido con el tiempo que en la primera noche nunca puedo mostrar el odio acumulado contra el mundo y debo mostrarme agradable y mediocre, eso producirá en las mujeres un sentimiento de ternura y compasión que les hará tomar confianza rápidamente. Así fue, aquella noche ya dormía en su casa, (sí, estoy de viaje, no tengo mucha plata para pagar el hotel, ¡pero no por favor, no quisiera ser molestia!, en unos días me busco algo, está bien, qué amable), en su sofá claro, pero ya había traspasado las líneas de infantería, era el momento de poner en marcha la segunda parte del plan.
Los días subsiguientes los pasé como un can a su lado, mientras ella escribía para su diario, yo leía apaciblemente cualquier cosa y le recitaba algún que otro poema. Su casa, por llamarlo de algún modo, era un modesto departamento, una caja de fósforos, en el catorceavo piso de un bloque de edificios. No era una mujer muy ordenada y eso facilitaba mis tareas. Poco después fui recabando información: acababa de salir de una tormentosa relación, había tenido fobia a la electricidad, tenía fobia a los murciélagos y le gustaba el sexo anal; si salíamos al anochecer, dejaba la luz prendida y las ventanas cerradas herméticamente por miedo a un ataque asesino de los temibles y tenebrosos murciélagos, poco después, una tarde, hablamos de vampiros con su padre. Las noches eran lo más interesante, desprovista de tareas, pues se pasaba el grueso del día escribiendo artículos para un diario provincial que empezaba, podíamos charlar sobre todo, y poco a poco, yo iba haciendo hincapié en la hipocresía global y en el derrumbe espiritual del resto de la humanidad. Las mujeres argentinas tienen un don especial para reírse de su desesperación y relatar sus vidas fracasadas con humor y autoironía, siempre he pensado que son unos personajes envidiables para cualquier relato o película, ¡al carajo con la maga!
Había estudiado interpretación logrando algún prestigio a nivel local pero lo había dejado por cansancio espiritual, después había trabajado como secretaria para una conocida multinacional de autos y tras una motivadora relación, lo había abandonado todo para dedicarse al periodismo, los medios contrarios a su diario sostenían que era una mal cogida. Una hermana supuestamente feliz y ama de casa, un cuñado machista, enamorada de su padre, un buen tipo y una relación tortuosa con su madre que era psicoanalista y había tenido dos hijas por hábito. Signos todos de un complejo de Electra y de una falta alarmante de sexo. El sentimiento de culpa era el motor de su vida y era una experta en mirar con ojos de perra apaleada e intentar hacer vibrar las fibras más sensibles, sobretodo cuando sostenía que la ninguneaba y la trataba con desprecio, conmigo nunca lo consiguió, creo que esa fue una victoria importante. Había militado durante muchos años en el Partido Obrero un partido de influencia troskista, gestionando comedores sociales e intentando hacer del mundo algo mejor, por suerte lo había abandonado como casi todo, en eso no se diferenciaba tanto de mí, no obstante no era nihilista y creía en ése concepto tan de moda: las micro luchas, esas irrisorias acciones locales reservadas a los pobres de espíritu o a los que se llaman a sí mismos modestos, pero que en realidad son mediocres a quiénes les ha abandonado la voluntad de trascendencia y la fuerza vital y se envuelven en un halo de caridad, como aquellos que cada mes ingresan una módica cantidad a médicos sin fronteras o a hijos de puta usureros para calmar sus tristes conciencias.
Pasaron unas semanas que debo reconocer fueron agradables, ella fue tomándome cariño y el vino y el Fernet iban haciendo su trabajo. Cronológicamente iba disponiendo mis discursos beligerantes y varoniles acerca de la inutilidad de la compasión, de la mediocridad de los valores cristianos y Nietzsche y el realismo ruso y Kropotkin y el anarquismo, poco a poco iba dejando huella en su ser cada vez más desesperado. Entonces ella recalcaba mi honestidad, mi intensidad y mi inteligencia, más tarde me dijo que aunaba en mí ser el desprecio y la atracción. Mi sonrisa maquiavélica me empezaba a producir dolores en la comisura de los labios y en mi pene. La apatía había desaparecido. La compañía femenina es uno de los pocos analgésicos que conozco.
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Supe que el proceso iba culminando cuando un viernes por la mañana después de una tortuosa noche de alcohol y música clásica me trajo el desayuno a la cama, pues yo ya no dormía en el sofá, ella dormía en el sofá so pretexto que debía levantarse pronto por las mañanas a escribir y no quería molestarme. Ése fue la señal inequívoca que debía pasar a la tercera y última etapa de mi plan. Mientras tanto, conversaciones en bares, paseos y silencios, Bill Evans, vino blanco y hasta una comida con su familia en la que desarrollé todo mi elenco de dotes dialécticos sobre fútbol, macroeconomía y cortinas de diseño. La vida de una familia argentina pudiente, como era la suya, transitaba entre excelsas conversaciones sobre programas de televisión yanquis y amarillismo transgresor. Pronto me di cuenta que ella no encajaba en toda ésa miscelánea de estupidez y grotescas relaciones familiares, pero debía hacer gala de su más inusitada teatralidad para convivir con ella y soportarla, ¡la familia ése vínculo casto y cohesionado!
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Recuerdo la noche en que nos acostamos. Después de mucho socavar su autoestima le había repetido que el único lugar en el que sabía hacer sentir bella a una mujer era en la cama. Aquella noche mientras nos dedicábamos al más vetusto quehacer humano me lo repitió en varias ocasiones. Disfruté como hacía mucho tiempo aquellas noches de sexo loco y violento que pasé con Mariana, juntos redescubrimos la hipoxifilia y la beatitud del sexo. Le expliqué la teoría de la felicidad, mediante la cual, no existe la felicidad tal como nos han explicado los grandes filósofos y moralistas sino que existe algo más profundo y metafísico que es la felacidad, y que ella es la gran veleta de nuestras vidas. Con Mariana reafirmé mis más hedonistas teorías. Dije adiós a mi desesperación y me encaminé rejuvenecido hacia Buenos Aires. La ciudad más loca y atrajeada de Argentina me esperaba con sus brazos y esperaba también, sus vaginas abiertas.
Sergio G. Vergara (que me leía filosofía mientras me cocinaba fideos)