Hoy me toca casamiento. Y no es que tenga algo mejor que
hacer yo, justo la noche en que la gente se casa, pero como siempre traté de
explicarle a la novia “Mirá, todo bien si no me invitás, la verdad a mí mucho
los casamientos no me gustan y no quiero que gastés en la tarjeta” El tire y
afloje es parecido al de la lavada de platos de los domingos: las dos nos
peleamos por hacer sentir a la otra mejor que a una misma. “Pero no seas zonza
che, vos sabés lo que significa para mí que vayas”.
¿Qué? ¿Qué significa que vaya yo, entre 200 personas que sí
quieren ir? Nunca me lo explicaron bien. Igualmente, una va, va porque la
conversación llega al punto que la otra te sugiere con mucha ternura que ya te
va a tocar a vos, que entiende que ir sola a un casamiento es una prueba dura
pero que está segura que volveremos a bailar el vals juntas, esta vez en el
mío.
Una va porque ya no sabe qué responder. Si el tren de una ya
pasó, o si una se cansó y se fue a tomar un café con leche y ya no lo espera.
El preámbulo del casamiento es siempre el mismo. Yo por lo
menos me siento a esperar que el mundo se acomode a mi favor y me envíe el
vestido y los zapatos que no tengo, y que no pienso comprar, ni si quiera
aunque pudiera. Es el día D las chicas pidieron permiso en el trabajo y ninguna
puede ir a tomar un café a la tarde porque “Esta noche es el casamiento”. Por
algún motivo las mujeres hacemos una especie de reclusión de claustro durante
el día de la boda ajena.
Yo no quiero que se confunda mi desinterés por el evento con
alguna especie de superación personal o una postura contestataria. Yo por lo
menos no superé para nada la edad adolescente en que era muy importante encajar.
Esta noche tengo casamiento y todo el día tuve esa sensación
de que no debía preocuparme porque en el placard seguramente está olvidado el
vestido adecuado. Yo no recuerdo tenerlo, pero el placard me sorprendió tantas
veces que le tengo una fe bárbara. Si no
fuera por las chicas, que comienzan a llamarte para contarte que el vestido les
quedó así, o asá, la culpa no me llegaría al tanque y no me habría puesto a
buscar. Y efectivamente, de acuerdo a lo matemáticamente esperable, no, no
existe tal vestido.
“¿Tenés algo para prestarme che? Sabés que el que me iba a
poner no se qué le pasa, no me entra” “Si nena, el color bronce con el lazo te
va a quedar bien, te lo mando” “Sí, cualquier mierda me va a servir, total voy
a quedar como un Bon o Bon con cualquier trapo de color”. Mentira, eso no le
dije, no soy tan contestataria.
Lo peor de todo no son los casamientos, ni mucho menos el de
hoy. Lo peor de todo es la charla del día después.
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