Hablamos de lo que comúnmente se conoce como “groserías” dichas por desconocidos, usualmente a mujeres –aunque también lo padecen travestis y homosexuales- que generalmente ocurre en la vía pública. Se trata de una variable del acoso sexual que padecen muchas mujeres en ámbitos laborales o familiares, con la diferencia que en este caso, son proferidas por extraños y no persiguen ningún tipo de objetivo de acercamiento sexual.
No es una problemática de fácil abordaje. La legislación argentina no lo contempla como una forma de acoso, y es tan común como el andar mismo de las mujeres por la calle.
Socialmente, la cotidianeidad le ha otorgado un nivel de impunidad y tolerancia que incluso algunos profesionales de la conducta ni si quiera reparan en el tema.
Del “piropo” al acoso verbal
El llamado piropo suele ser una frase ingeniosa, que exalta las características positivas del que las recibe tanto en lo referente a la belleza física como a sus modales. Su objetivo inmediato es producir una sensación placentera en quien el receptor y, eventualmente, servirse de esa buena predisposición para concretar un encuentro. Aunque en muchos casos el acercamiento no se concrete, el objetivo del piropo queda cumplido con la simple sensación de satisfacción de quien lo recibe.
Por el contrario, el acoso verbal no exalta las virtudes estéticas de quien lo recibe sino su intimidad sexual. Suele contener referencias explícitas a las zonas genitales de la mujer o describirla en situaciones íntimas imaginadas por el emisor. En muchos casos, las referencias sexuales vienen acompañadas de expresiones agresivas o de amenazas violentas.
Es que mientras el piropo (generalmente dicho de un hombre a una mujer, aunque existen de todas clases) persigue fines de cortejo, el llamado acoso verbal callejero desde su enunciación abandona este objetivo. No es usual, por no decir imposible, que una mujer que reciba en la vía pública una frase agresiva concrete un encuentro con el acosador por voluntad propia.
Y es que el encuentro íntimo voluntario es improbable porque en la enunciación de la propuesta, la gran ausente es la invitación. El acosador lo sabe, y en ningún caso espera que la mujer intente un acercamiento.
“Se trata de una práctica de contenido onanista”, explica la Psicóloga Paola Pacheco Ansonnaud. “El deseo sexual que despierta la víctima se agota ahí, el acosador no tiene interés de compartir la experiencia de placer con el otro: por el contrario, su intención es devaluar el objeto de su deseo”
Paola Pacheco es Licenciada en Psicología y Sexóloga. En diálogo con

“Existe una incapacidad en transformar al otro- objeto en sujeto, de compartir el deseo. A medida que las personas evolucionan psíquicamente, comienzan a incorporar la subjetividad del otro en el deseo. El acoso verbal en cambio, constituye una forma de relacionarse perversa en la que el acosador deja a la víctima en la categoría de objeto, e incluso busca devaluarlo”
Conocido, cotidiano, aceptado
El acoso callejero es una práctica social muy corriente. Basa su legitimidad en ideas socialmente muy arraigadas como la culpa de la mujer por excitar sexualmente al hombre. Es muy común escuchar justificaciones del tipo “¿Cómo quiere que no le digan groserías si se viste de manera provocativa?”
Y es que la mujer, con su apariencia física, puede intentar gustar, agradar, pero en ningún caso, ser agredida. “La vestimenta de una mujer habla de lo que considera parte de su intimidad, de lo que no expone ni a la mirada ni a los comentarios del otro. El hecho de que una mujer camine por la calle con sus partes íntimas cubiertas, dice a la sociedad que esas partes pertenecen a su intimidad, no son públicas y mucho menos son causal de agresiones”
Sin embargo, la idea ancestral de la propiedad del hombre sobre las mujeres deriva en algunos casos en que el sujeto se sienta con pleno derecho social a referirse a su intimidad, incluso agresivamente.
“En el proceso evolutivo es normal que los hombres busquen construir su masculinidad. Por lo general todos crecemos feminizados por la crianza materna, y es normal que los varones a medida que evolucionan vayan asumiendo los roles sociales que le pertenecen, entre ellos, los de dominación de la mujer. A medida que vaya evolucionando, irá comprendiendo que la masculinidad no se contruye desde un rol de dominación”, explica la Licenciada Pacheco.
“Sin embargo, entre el niño que presumiendo empuja o agrede a la niña, y el adulto que desarrolla relaciones no perversas con las mujeres, hay un proceso de aprendizaje. Ese aprendizaje por lo general se va nutriendo de los contactos que el hombre va teniendo con mujeres a lo largo de su vida, del proceso de identificación secundaria, de encontrar la propia masculinidad a partir de la mujer no ya como objeto, sino como sujeto. En cambio, quien no ha recorrido ese camino, o no ha tenido suficiente experiencia con las mujeres, suele quedar en la etapa de la agresión como forma de resaltar su masculinidad”, explica.
¿Una patología?
Es muy difícil sentenciar que todos los hombres que ejercen violencia verbal contra las mujeres en la calle padecen algún tipo de patología. La práctica es socialmente tan aceptada, que hay quienes viven el acoso como una forma de obtener placer, y hay quienes lo hacen simplemente por integración al grupo, por imitación o por costumbre. Lo cierto es que ni uno ni otro reciben ningún tipo de sanción social.
La víctima
La pregunta es: si la sociedad no pena de manera alguna estas conductas ¿Por qué inferimos que son negativas? La respuesta es sencilla: por el sufrimiento que provoca en la víctima.
Cuando hablamos de víctima, quizás el término suene exagerado, porque la sociedad consiente el acoso callejero. Y si la sociedad no considera que es un acto reprochable, mucho menos se refiere a la mujer como víctima.
Sin embargo, el efecto que produce en la mujer es sumamente negativo, aunque sea frecuente y forme parte de su cotidianeidad. Curiosamente – o no tanto-, la primera sensación que la ataca es la de vergüenza: su intimidad queda expuesta públicamente sin su consentimiento. También son comunes las sensaciones de temor cuando el acoso va acompañado de amenazas de concretar lo que se dice y, por último, de enojo.
Qué hacer
El enojo suele ser la forma más sana de reacción ante el acoso verbal callejero. Invierte los roles de víctima y victimario y legitima a la mujer a responder a la agresión, sancionando al provocador, elevándola del lugar desvalorizado en que el acosador la coloca.
Cuando una mujer responde a la agresión está encaminada a asumir internamente que el equivocado es el otro y dirige una sanción a una conducta censurable. De esta manera, el objetivo de ubicarla en una posición desvalorizada no se cumple, o va en camino a no cumplirse. (Ver nota relacionada: "Cómo reaccionar ante el acoso verbal callejero")
La mujer que reacciona rompe el mecanismo que viene funcionando aceitadamente y que la encamina a situarse como víctima y merecedora de la agresión. Se trata de romper una relación de poder en que el acosador, en complicidad con el silencio social, siempre sale triunfante.
Aunque es difícil y hasta pueda llegar a ser riesgoso, lo aconsejable es reaccionar, siempre que se trate de un lugar público en el que los demás puedan eventualmente detener al acosador si reacciona con violencia.
El silencio, el gran enemigo
De la misma manera en que el derecho no pena el acoso verbal callejero, la sociedad está lejos de hacerlo. Aún existe en el imaginario colectivo la idea de que el acoso callejero es parte de la cotidianeidad. Y en muchos casos, los testigos suelen condenar a la mujer que responde la agresión por “no aceptar un piropo”.
Suele ser visto como un hecho curioso y aislado, sin tener en cuenta que la misma mujer, seguramente unas cuadras más adelante, volverá a vivir la misma situación. Es la repetición justamente lo que erosiona, lo que va carcomiendo la estima de una persona que una y otra vez, es colocada en una situación de exposición indeseada, de degradación de su femineidad.
Estas agresiones no ocurren cuando la mujer va acompañada de otro hombre. Hay una especie de alarma que alerta al acosador de que su conducta será sancionada por otra persona a la que él seguramente reconocerá como el verdadero “dueño” de la mujer.
Sin embargo, mientras la mujer circule sin dueño, el acosador se sentirá con derecho a ocupar el puesto vacante, aunque sea por unos segundos.
El desafío seguramente consistirá en que la mujer asuma el rol de “dueña” de sí misma y sancione lo que ni las leyes ni la sociedad parecen aún dispuestos a castigar. Convertir al acoso en una constante reprochable.
Es que, aunque suene trillado, en el caso del acoso verbal callejero -como en cualquier otra situación de violencia de género- el principal enemigo sigue siendo el silencio.
Para El Intransigente edición impresa
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