El tiempo de las tormentas

La tormenta de finales de noviembre nos hundió el pozo ciego, que ya tenía más de 20 años y que mirábamos de reojo cada tanto, preguntándonos cuánto más iba a  aguantar. 

Cacho dijo que comprando los materiales y consiguiendo que Juan deje una semana de jugar a la pelota lo iba a componer, pero que había que tener unos tres mil pesos de entrada. Y como yo cobro aguinaldo, pensé que para enero la cosa ya iba a estar marchando. Mientras tanto, las necesidades, al baldío. 

La muerte del poeta


Todos caminaban en silencio la mañana que partió el poeta, con el respeto que se guarda a los muertos, con el peso del trabajo encima y la tristeza de la pluma muerta. El pueblo amaba su poeta hasta los huesos, y así se lo hizo saber el día del entierro, ofrendándole cuadritos con su imagen borrosa y alguna frase genial que él había escrito en vida.

Así llegaron caravanas al funeral, munidos cada uno de una genial creación, a cuál más primorosa que la otra. Y cuando el uno miraba el cartel del otro, y observaba el propio, lamentaba no haber escogido otra oración para homenajear a su poeta, algo más profundo, una más extensa, más desconocida.

Fue el propio enterrador quien dio la voz de alerta. Una muchacha, de indudable apariencia vanidosa, osaba apretar contra su pecho

El error de Dios

A Guillermina todo le cuesta más, excepto la felicidad.

Cuando tiene ganas de hablar, abre demasiado la boca y se concentra en cada consonante, pero sólo las vocales le salen bien. A veces agrega una i donde no va.

Cuando ve a un señor vestido de blanco, llora, porque cree que es un doctor. No habla nunca, pero cuando escucha la palabra hospital dice siempre “A mí no”. Y no se calma hasta que uno la convence de que a ella no.

Sus amigos son todos grandes: la mamá, el papá, los abuelos, los tíos, la psicóloga, la fonoaudióloga y la maestra integradora. Va de terapia en terapia y conoce más neurólogos que los que vio una persona común en toda su vida.

Dicen que Guillermina es diferente a los otros chicos, porque

Magdalena en carne propia

A Magdalena le avisaron por la mañana que Camilo había aparecido, destrozado a medias por el mar, que la corriente lo había
llevado hacia la playa junto a un montón de hierros retorcidos y aún ardientes. Y la gente salió al Malecón con flores de las pocas que tenía, a despedir a Camilo, a decirle que descanse en paz, que Dios y Fidel continuaban su obra. “Yo no salí. Nunca le fui a tirar flores a Camilo. Yo, más que nadie en esta isla, he sufrido en carne propia los errores de la Revolución”.


El cuerpo de Camilo Cienfuegos no apareció jamás. Tampoco el avión que lo hundió en el Caribe, ni las razones de su muerte. Cuando la Revolución estaba cerca y Magdalena era niña, las leyendas de la Sierra se esparcían por el barrio con más potencia que las novedades de la chusma. Apenas recuerda la entrada de Fidel a La Habana Vieja, los festejos en las calles, las botellas de ron haciendo estragos entre sus tíos, las mulatas bailando y el feriado eterno de ese año nuevo. Pero sí

Consejos para leer hace 15 años

Limpiá los cables. Los cables, cuando pasan los años, ya son imposibles de limpiar. Las ollas también.

No subestimes el poder de la intemperie. 

No sientas culpa por cambiar de novio. Todavía no aprendiste a vivir en soledad y el recuerdo de tanto amor te va a hacer sonreír. 

La cerveza engorda. Repito, la cerveza engorda.

La Elena y la risa

La Elena es pobrecita. Mide menos de uno cincuenta y, cuando habla, cierra los ojos porque las lágrimas le salen siempre de a montones. Vende verdura en la calle San Lorenzo y dice que la vida ha sido mala, vea señorita Mariana, mala, mala y humillante. 

Con la vocecita de boliviana dulce siempre cuenta de manera muy desordenada cómo le mataron al marido, delante de ella y de los cinco hijos. Cómo perdió la cortada de ladrillos, fue viviendo de acá para allá, aprendió a decir

God bless Phillip Morris.

No nos engañemos, hay dos clases de personas, ellos y nosotros. Y ellos son mejores.

Ellos están cómodos en los ambientes no fumadores. Tienen siempre medias limpias en un cajón, y son del mismo par. Hablan en un volumen adecuado y se cuidan mucho de no contraer cáncer.

Después estamos nosotros, los que reputeamos al cielo cuando nos abandonan, comemos en la cama y no recordamos los apellidos. Y fumamos.

Para un fumador no hay placer más grande que compartir instantes con otro fumador. Entre el humo y el mal olor, adivinamos una especie de complicidad entre dos personas que no han podido tomar las riendas de su vida, dos parias sufriendo las paredes, los cristales, afrontando el frío y desafiando a la muerte.

Fumar es más que una actitud estúpida, o suicida. Nosotros queremos vivir, para seguir fumando. Los fumadores detestamos a los infiltrados, esos que eligen las mesas de los bares en la vereda por el sólo placer de estar al aire libre. Visitar la casa de un fumador es como hallar el paraíso, aquel en el que se viola la ley fundamental del cosmos que reserva los espacios cerrados a las personas sanas.

El fumar no es el camino a la muerte, sino la fiesta. Hacia la muerte están yendo ellos, con sus pulmones rosados y sus aromas a menta. Ellos, cuyos cadáveres sabrán a herrumbre tanto como los nuestros. Nosotros vencemos a la muerte todos los días, hasta que la muerte nos vence a nosotros. Pero en esa lucha se nos va la vida, y cómo la vivimos. Cómo la vivimos.

Yo fumo porque soy adicta. Nací así, estoy segura, y no sé quién lo decidió. Tengo una imaginación porfiada, que me asalta en los peores momentos, y en mis sueños siempre estoy fumando. Nunca tuve ganas de dejarlo, tengo miedo de perder el hábito. Creo que cuando la salud me abandone y deba separarme del tabaco voy a fumarme un marido, me haré adicta a él y le convertiré la vida en un infierno.

Por eso, hombres libres del mundo, sujetos del mañana, sean felices, agradezcan que yo fumo porque el día en que lo deje, saldré como loca a buscar marido. Y cualquiera de ustedes puede ser la víctima.

God bless Phillip Morris.

Una cuestión de principios

Hoy mi amigo me tiró onda. Le dije que sí, que no había problema, que nos acostáramos.

Le advertí, eso sí, que después me tendría que tener un poco de paciencia porque seguramente le preguntaría en qué piensa mientras él fume y mire al techo. También que iba a querer dormir abrazada y que a la mañana siguiente le preguntaría qué tiene que hacer, y si puedo acompañarlo.

Como soy una persona de principios, le anticipé que en algún momento comenzaría a preguntarle si ya no le gusto porque advertiré que ya no me mira con el mismo deseo, y comenzaré a sospechar que tiene otra mujer. Más tarde, seguramente me haré amiga de su madre y recurriré llorando a ella cuando él me rompa el corazón.

También le comenté que seguramente en algún momento comenzaría a encontrar cosas mías en su departamento, hasta que llegará el momento de presionarlo para que dejemos de pagar dos alquileres y seamos inteligentes, nos mudemos juntos.

El llegará del trabajo y yo, que habré comenzado a engordar, lo esperaré escuchando Romeo Santos y le preguntaré por qué ya no bailamos, por qué ya no salimos juntos y me daré cuenta que tiene otra mujer. Sabré que no es así, pero me presentaré en su trabajo a llorar con su jefe, me consolaré reventándole la tarjeta de crédito y en algún momento quizás le raye el auto. Para que no me abandone, pariré un hijo por año y, quizás, alguna vez le haga mellizos.

Entonces que sí, que probemos, que tengamos sexo para convertir esta bonita amistad en una relación con derecho a roce. Que sería una decisión muy acertada.

Se fue.