A Magdalena le avisaron por la mañana que Camilo había
aparecido, destrozado a medias por el mar, que la corriente lo había
llevado hacia la playa junto a un montón de hierros retorcidos y aún ardientes. Y la gente salió al Malecón con flores de las pocas que tenía, a despedir a Camilo, a decirle que descanse en paz, que Dios y Fidel continuaban su obra. “Yo no salí. Nunca le fui a tirar flores a Camilo. Yo, más que nadie en esta isla, he sufrido en carne propia los errores de la Revolución”.
llevado hacia la playa junto a un montón de hierros retorcidos y aún ardientes. Y la gente salió al Malecón con flores de las pocas que tenía, a despedir a Camilo, a decirle que descanse en paz, que Dios y Fidel continuaban su obra. “Yo no salí. Nunca le fui a tirar flores a Camilo. Yo, más que nadie en esta isla, he sufrido en carne propia los errores de la Revolución”.
El cuerpo de Camilo Cienfuegos no apareció jamás. Tampoco el
avión que lo hundió en el Caribe, ni las razones de su muerte. Cuando la Revolución
estaba cerca y Magdalena era niña, las leyendas de la Sierra se esparcían por el
barrio con más potencia que las novedades de la chusma. Apenas recuerda la
entrada de Fidel a La Habana Vieja, los festejos en las calles, las botellas de
ron haciendo estragos entre sus tíos, las mulatas bailando y el feriado eterno
de ese año nuevo. Pero sí
atesora en la
memoria la figura desgarbada de Camilo, la mirada chiquitita y su sonrisa de hombre nuevo. Cree Magdalena que inventó el recuerdo, a fuerza de historias familiares que terminaron por hacerse carne en la vieja casa de Centro Habana que, sesenta años más tarde, se conserva como si una bomba del tiempo la hubiera congelado en la infancia.
atesora en la
memoria la figura desgarbada de Camilo, la mirada chiquitita y su sonrisa de hombre nuevo. Cree Magdalena que inventó el recuerdo, a fuerza de historias familiares que terminaron por hacerse carne en la vieja casa de Centro Habana que, sesenta años más tarde, se conserva como si una bomba del tiempo la hubiera congelado en la infancia.
Magdalena se crió con la Revolución. Parió a sus hijas en la
Cuba de Fidel y las perdió por la Revolución. Estuvo a punto de quedarse sin trabajo cuando se negó a salir en pandillas organizadas a cortar la luz e
incendiar las puertas de las casas de los balseros que, en masa se arrojaban al
mar en la crisis de 1994. “Acá no había rejas porque nadie sabía lo que era el
robo. Pero cuando se nos terminó la Unión Soviética,
qué hambre pasamos. La gente salió a romper las casas y los negocios, y desde entonces esto está todo enrejado. Me salvó mi marido, que era de la Juventud Comunista y no permitió que me despidan”.
qué hambre pasamos. La gente salió a romper las casas y los negocios, y desde entonces esto está todo enrejado. Me salvó mi marido, que era de la Juventud Comunista y no permitió que me despidan”.
Tiene un aire solemne cuando habla, declama con los brazos
altos y la voz de cigarrillo. Es hermosa y compleja como la historia misma de
su tierra. La patria la llamó a internarse en el centro de la isla a buscar
petróleo. Se mudó con las dos criaturas a una casa del Estado, como voluntaria,
porque alguien había anunciado a viva voz que la salvación estaba en las
reservas que el Imperio había ocultado, que allí había
combustible y que eran necesarios todos los ingenieros en petróleo para
hallarlo. El salario era miserable, pero con la “libreta” y el ingenio de las
pequeñas, nunca faltó un plato de comida sobre la mesa. “Nunca hubo petróleo.
Fue una mentira en la que me pasé trabajando siete años. Cuando acabó todo me
quedé allí, sin dinero para el regreso. Yo he padecido todos los errores de la
Revolución en la propia carne”.
Se divorció en el Período Especial, a causa del dinero. “Del
dinero ajeno, porque lo que es yo, nunca he manejado billetes”. Un primo suyo
llevaba ya dos años preso por atesorar dólares y el marido de Magdalena, dirigente del Partido, le quitó su apoyo por traidor. El Imperio superaba ya las tres décadas de
bloqueo y el hambre de los 90 avanzaba por la Isla. Magdalena defendía a su primo porque, decía, los dólares no son bombas ni armas. Pero en aquellos tiempos el régimen consideraba delito la tenencia de moneda americana. “Un buen día, Fidel sale con las reformas. Que se permitía el cuentapropismo, que nos abríamos al turismo y que la tenencia de dólares no era más delito. Mi primo quedó libre, y mi marido cambió de opinión de la noche a la mañana, junto con Fidel. Entonces tuvimos la discusión más violenta de todas, y fue la última. Dios me libre a mí de los hombres que no piensan por sí mismos, cobardes, marionetas de otros. Yo lo amaba tanto entonces, ahora ni le recuerdo la cara”.
bloqueo y el hambre de los 90 avanzaba por la Isla. Magdalena defendía a su primo porque, decía, los dólares no son bombas ni armas. Pero en aquellos tiempos el régimen consideraba delito la tenencia de moneda americana. “Un buen día, Fidel sale con las reformas. Que se permitía el cuentapropismo, que nos abríamos al turismo y que la tenencia de dólares no era más delito. Mi primo quedó libre, y mi marido cambió de opinión de la noche a la mañana, junto con Fidel. Entonces tuvimos la discusión más violenta de todas, y fue la última. Dios me libre a mí de los hombres que no piensan por sí mismos, cobardes, marionetas de otros. Yo lo amaba tanto entonces, ahora ni le recuerdo la cara”.
Cuando Magdalena ya era abuela, permitieron a los
profesionales cubanos establecerse como cuentapropistas, a condición de que no
comerciaran con el fruto de su oficio sino con otro tipo de servicios,
rigurosamente detallados por el Estado. Magdalena repasaba mentalmente las posibilidades que se le abrían cuando el padre de su nieta le
dijo que iría de pesca y que volvería por la noche. Nunca regresó.
La hija de Magdalena
y su nieta se encerraron a llorar en uno de los cuartos, mientras ella daba
vueltas como un lobo por las veredas, sin poder preguntar, por miedo a la Policía. Una semana después, sonó el teléfono: “Soy
yo, suegra. Estoy en México, a punto de cruzar la frontera de los Estados
Unidos. Voy a buscar a las chicas cuando consiga trabajo, me las voy a llevar a
Miami”. El muchacho había atravesado el Caribe en balsa, se había adentrado a pie
en el continente y, en realidad, llamaba para despedirse esa noche de sus mujeres, con la
certeza de que las balas americanas lo alcanzarían apenas intentara cruzar la
frontera. Pero las cosas salieron bien y las muchachas partieron hacia México
dos años más tarde. Allí nació una nieta que Magdalena nunca pudo conocer.

Magdalena, que ha vivido “en carne propia todos los errores
de la Revolución”, sufre por el éxito de su nieta mucho más de lo que sufría
por su pobreza cuando vivía en Cuba. “No puedo entender que una niña tan
pequeña trabaje. La vida acá no es fácil, pero los niños cubanos sólo tienen
dos obligaciones: estudiar y jugar. Yo de Cuba sólo salgo muerta. Yo he sufrido
cada error de esta Revolución en carne propia, pero vuelvo a elegirla todos los
días, porque la vida acá no es fácil, pero afuera no es nada justa”.
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