El error de Dios

A Guillermina todo le cuesta más, excepto la felicidad.

Cuando tiene ganas de hablar, abre demasiado la boca y se concentra en cada consonante, pero sólo las vocales le salen bien. A veces agrega una i donde no va.

Cuando ve a un señor vestido de blanco, llora, porque cree que es un doctor. No habla nunca, pero cuando escucha la palabra hospital dice siempre “A mí no”. Y no se calma hasta que uno la convence de que a ella no.

Sus amigos son todos grandes: la mamá, el papá, los abuelos, los tíos, la psicóloga, la fonoaudióloga y la maestra integradora. Va de terapia en terapia y conoce más neurólogos que los que vio una persona común en toda su vida.

Dicen que Guillermina es diferente a los otros chicos, porque

Magdalena en carne propia

A Magdalena le avisaron por la mañana que Camilo había aparecido, destrozado a medias por el mar, que la corriente lo había
llevado hacia la playa junto a un montón de hierros retorcidos y aún ardientes. Y la gente salió al Malecón con flores de las pocas que tenía, a despedir a Camilo, a decirle que descanse en paz, que Dios y Fidel continuaban su obra. “Yo no salí. Nunca le fui a tirar flores a Camilo. Yo, más que nadie en esta isla, he sufrido en carne propia los errores de la Revolución”.


El cuerpo de Camilo Cienfuegos no apareció jamás. Tampoco el avión que lo hundió en el Caribe, ni las razones de su muerte. Cuando la Revolución estaba cerca y Magdalena era niña, las leyendas de la Sierra se esparcían por el barrio con más potencia que las novedades de la chusma. Apenas recuerda la entrada de Fidel a La Habana Vieja, los festejos en las calles, las botellas de ron haciendo estragos entre sus tíos, las mulatas bailando y el feriado eterno de ese año nuevo. Pero sí