Ellos están cómodos en los ambientes no fumadores. Tienen siempre medias limpias en un cajón, y son del mismo par. Hablan en un volumen adecuado y se cuidan mucho de no contraer cáncer.
Después estamos nosotros, los que reputeamos al cielo cuando nos abandonan, comemos en la cama y no recordamos los apellidos. Y fumamos.
Para un fumador no hay placer más grande que compartir instantes con otro fumador. Entre el humo y el mal olor, adivinamos una especie de complicidad entre dos personas que no han podido tomar las riendas de su vida, dos parias sufriendo las paredes, los cristales, afrontando el frío y desafiando a la muerte.
Fumar es más que una actitud estúpida, o suicida. Nosotros queremos vivir, para seguir fumando. Los fumadores detestamos a los infiltrados, esos que eligen las mesas de los bares en la vereda por el sólo placer de estar al aire libre. Visitar la casa de un fumador es como hallar el paraíso, aquel en el que se viola la ley fundamental del cosmos que reserva los espacios cerrados a las personas sanas.
El fumar no es el camino a la muerte, sino la fiesta. Hacia la muerte están yendo ellos, con sus pulmones rosados y sus aromas a menta. Ellos, cuyos cadáveres sabrán a herrumbre tanto como los nuestros. Nosotros vencemos a la muerte todos los días, hasta que la muerte nos vence a nosotros. Pero en esa lucha se nos va la vida, y cómo la vivimos. Cómo la vivimos.
Yo fumo porque soy adicta. Nací así, estoy segura, y no sé quién lo decidió. Tengo una imaginación porfiada, que me asalta en los peores momentos, y en mis sueños siempre estoy fumando. Nunca tuve ganas de dejarlo, tengo miedo de perder el hábito. Creo que cuando la salud me abandone y deba separarme del tabaco voy a fumarme un marido, me haré adicta a él y le convertiré la vida en un infierno.
Por eso, hombres libres del mundo, sujetos del mañana, sean felices, agradezcan que yo fumo porque el día en que lo deje, saldré como loca a buscar marido. Y cualquiera de ustedes puede ser la víctima.
God bless Phillip Morris.