Una mujer quieta y un hombre en desgracia esperan el entierro.
-Siempre te he amado.
El silencio de ella le estalla en los oídos.
-Te conozco el surco de la risa, cierro los ojos y aparece. Dentro de mis ojos te metés, así muerta, como ahora. Si tuviera voz lo gritaría, pero tengo el cuerpo entumecido de tu ausencia. No te vayas todavía, mirame, dejame un beso en el costado, mové el último de tus dedos.
La mujer abre los ojos.
-Este es el hombre caballeros. Cree que no ha muerto.
La impunidad de la linda
Cuántas veces te preguntaste qué salió mal en la primera cita, en qué fallaste. Recordás palabra por palabra, él se rió de todas tus bromas, ambos coincidieron en algunos conceptos básicos sobre la vida, incluso abordaron temas profundos como la crisis europea y las perspectivas del desarrollo sustentable de las formas de energía alternativas. También comieron y bebieron a granel, te acompañó a tu casa y cuando lo miraste a los ojos, te dijo que la había pasado súper bien, que se repita, te dio un abrazo y se fue.
Nena, cuando sientas que la razón no alcanza, cuando le des vueltas al asunto y llegues a teorías delirantes sobre el tema, sincerate. La respuesta no está en las chicas, que llegarán a conclusiones tales como que el sujeto es homosexual, tiene miedo de tu éxito o se dio cuenta que es poco para vos. La respuesta no está en tu psicoanalista, que de alguna manera te acusará de depositar en él deseos edípicos inconfesables. Tampoco significa, como analizará más tarde tu madre, que se trata de una clara señal de que gracias a tu soberbia vivirás y morirás sola, abandonada en tu vejez en una cama de hospital público, sin marido, sin un perro que te ladre (no como ella que en sus buenas épocas supo conquistar a fulano, que ahora tiene una floreciente empresa, si no hubiera sido por tu padre otra hubiera sido la historia). No es homosexualidad, temor ni soberbia. No es tampoco que el sujeto se haya dado cuenta que lo que en realidad buscás es una versión 2.0 de tu propio padre. No le des más vueltas a la cosa: nunca le gustaste.
Y nunca le gustaste porque este mundo, especialmente su costado occidental y cristiano está regido por la dictadura de la linda.
La linda llega tarde a la cita, habla en tono peliagudo sobre las compañeras de la facultad, explica con pelos y señales por qué su perro parece humano (y no es porque lo diga ella que es la dueña, una cosa es que te cuente y otra cosa es verlo). La linda bebe incomprensiblemente limonada, frunce la nariz cuando él fuma, y cuando se pone profunda utiliza como ametralladora la palabra “sentimiento”. La linda es hincha de “Argentina” en fútbol, reduce la crisis política a la “soberbia de la presidenta”, ama incondicionalmente a este Papa y al anterior (no a Benedicto, sino a Juan Pablo). Grita cuando encuentra a una amiga y da saltitos en el mismo sitio, un movimiento de conejito de Duracel que sólo acaba con el abrazo de la recién llegada. Arranca cada frase con “a ver” (pero escribe “haber”) y la termina con “o sea”.
Y sin embargo, pese a todo, el mundo es suyo. Ella es la que recibe la mañana siguiente un lindo mensaje de texto, a la segunda salida una flor robada y a la tercera, un celular. Ella es la que, aburrida, abandonará al mismo hombre que te dio un abrazo y se fue en la primera salida, y será ese el momento en que él vuelva a vos, vencido, ya sin alma, a confesarte por los siglos de los siglos que no puede vivir sin ella.
La linda es impune. Dice y desdice las burradas más atómicas con un aire celestial. Si se ríe, acerca su sonrisa al caballero más cercano. Si no entiende, mira al infinito con un fastidio que recuerda a las divas de teléfono blanco. Cuando se levanta nunca se le engancha el saco, no golpea los marcos de la puerta con el hombro y si perrea, llega de verdad al piso con su cola.
Una misma ama a sus amigas lindas. Escucha sus problemas laborales con una paciencia infinita, agradecida del despliegue de colores y texturas que emana. La amiga linda es buena amiga: insiste en prestarle a una ropa que ya a los cuatro años ya nos hubiera quedado chica, comparte sus secretos de belleza. Presenta con sincero amor a sus amigos lindos y no entiende por qué ninguno se enamora de su amiga. Es por eso que la linda goza de semejante impunidad, porque además, es amorosa.
El problema de una es que, a falta de cintura, quiere pelearla con un título universitario. Allí donde ella huele a frutas, una busca desplegar sus cualidades cognitivas. La estrategia no está mal, sobre todo si lo que una busca es un director de tesis o un colega en el Conicet. La fea que ya lo ha comprendido, apela a recursos más desesperados como la complicidad. Se pone codo a codo a charlar de fútbol, comenta la belleza de las promotoras que pasan, se muestra abierta a charlar sobre las ex y, para rematarla, echa mano a la billetera a la hora de pagar la cuenta. A esas alturas el desastre es inminente y puede incluso llegar a ocurrir que el sujeto acepte gustoso tales pruebas de amistad, creyendo haber encontrado a un compañero de futbol 5 o a un nuevo especimen para el póker de los jueves.
Lo que pocas mujeres saben es que, a la hora de pelearla, hay que usar las mismas herramientas. ¿Una es fea? Que no se note. ¿Qué tenés rollitos? Ignoralos. La linda cuando se ve en el espejo encuentra en su imagen una cantidad de defectos iguales a los tuyos. Lo que la hace bella es la impunidad. Actuá como si fueras linda.
Nada garantiza que la estrategia funcione y probablemente vuelvas a casa con la misma cantidad de fracasos encima. Pero por lo menos evitarás arrastrar esa cantidad inconmensurable de buenos amigos varones que cada tanto te invitan a ver fútbol, te consultan sobre un libro o te lloran penas de borracho.
Sola, puede ser. Amiga, nunca más.
La Priscila y la fama
Me llama la Priscila, me pregunta si ya se publicó la entrevista que le hice. Le digo que sí, y que salió con dos fotos suyas, que salió divina. Me contesta que las fotos parecían sacadas en Estados Unidos de lo buenas que estaban. Me cuenta que fue un cliente el que le avisó que la nota había salido, y que el cliente le dijo que se conmovió cuando la leyó. Me pregunta dónde la puede ver y le digo que en los kioscos ya no está, que puede verla en Internet, y le doy las coordenadas. Mañana la va a ver, cuando vaya a un cyber, dice.
Priscila no tiene computadora en casa, no tiene piso ni inodoro. En su barrio se hicieron cincuenta módulos habitacionales pero a ella, a la Valeria, a la Zamira y a la Mariela las saltearon. Les dijeron en el Instituto de la Vivienda que los módulos eran para familia de hombre, mujer y niños, y que ellas no eran mujeres.
Priscila cuando no está en el parque levantando clientes, está estudiando. Quiere terminar la primaria que no pudo, por andar cuidando hermanitos. A su mamá, como a ella, le tocó ejercer la profesión más antigua del mundo.
Foto: Florencia Zurita para Tucumán Zeta
El viento en la cara
- Levanté varias cosas en las manos. Mucha basura en una, un mate con su termo en la derecha, un cenicero. Yo supe en un momento que todo iba a caerse pero no puedo resistir ese impulso de quebrar el paso normal del tiempo, de que ocurra algo.
A la terapeuta de Hipólita esa confesión pareció abrirle una puerta a un asunto de mucha profundidad. Reflexionemos sobre ese impulso, el de abrir la puerta al desastre, dijo desde el más allá y fue uno de esos momentos en que Hipólita se daba cuenta de que la sesión había terminado, que su terapeuta hacía agua, que estaba malgastando el tiempo.
Quebrar el orden normal de las cosas no representaba más que el mismo devenir del mundo, de la historia. Suponer que ante cada acto sobrevendrá otro lógicamente encadenado era una idea que a Hipólita siempre le pareció un lujo: nada operaba de acuerdo a lo propuesto, salvo para los elegidos.
Los elegidos siempre fueron los demás. Los hermosos, los sobrevolantes, los que habíanse casado y tenían quien los ame. La vida les llegaba como un lecho manso de dulzuras y tristezas llevaderas, de triunfos casi inmerecidos. Un hijo, decía Hipólita, es el lujo de los lindos.
Hipólita decidió entonces que semejante terapia era un gasto inmerecido y la abandonó.
Hipólita en números
Los veinte años de Hipólita transcurrieron entre angustias y dolores. Amó a 54 hombres en diez años, tuvo doce oficios, fue arrestada, pobre, inmensamente rica, se le murió un amigo, y construyó para sí cerca de 128 atuendos a fuerza de ingenio, que envolvieron el cuerpo delicioso. Pero se entregó al destino al cumplir los 30 y aceptó, sin más, que la vida la mecía, la llevaba donde sea, sin horrores, y que todo duraría para siempre hasta que acabara.
El tiempo de la conciencia le duró unos meses. Tenía el cuerpo abierto y, sin más rodeos, una marca en la barriga. Pasó su tiempo de reposo embebida en la conciencia de su propio cuerpo.
El reposo de Hipólita
Fue la primera vez que la operaron. Hipólita había llegado con dolores de los cotidianos y supo entonces que estaba perdiendo otro niño. Había renunciado ya a la idea de que un embarazo suponía un hijo, su cuerpo era incapaz de germinar y por el contrario, otro monstruo le comía las entrañas. Lo sacaron, por supuesto, a fuerza de cuchillos y emergencia, le sacaron la criatura de las entrañas –“esas son entrañas”, había escuchado decir al cirujano que le sacaba al niño porque la estaba matando, la estaba matando-.
Todavía no había tomado conciencia de su propia muerte, de su buen tino de burlarla, y pensaba en su propio cuerpo. Representaba mil veces lo que había ocurrido en su piel, una cicatriz eterna, un corte que se repetía al infinito bajo el propio vientre, su propio hijo que aún latía muerto en un cesto de basura –“¿Qué habrán hecho con el niño? Aún estaba vivo”-, los dolores cirujanos, el cuidado de moverse.
La conciencia del propio cuerpo
Llevaba una enorme venda en la barriga. Caminaba hacia adelante, los cabellos sucios sobre el hombro, los pasos cortos, cualquier cosa antes que el dolor. Durante esos días los desafíos vitales fueron girar en la cama por calambres, levantarse porque la tristeza la llevaba, llegar a la cocina. Pasaba por el living y miraba a la derecha, un espejo la mostraba quebrada, caminando lentamente. El espejo la grababa vieja y a cada paso Hipólita descubría una cana, las ojeras, la piel del rostro que tiraba hacia abajo. Los pelos de las piernas, la papada que caía, las patillas hediondas sobre las mejillas, el olor, el terrible olor del que no se puede mover. La hediondez de su propia enfermedad, reflejada en los niños que durante esos días se asustaban de encontrarla. El triunfo era no caer en el camino, no caer y no dar lástima. Llegaba en esos días a la cocina, la miraba impecable, no sabía qué hacer y un dolor le subía desde el tajo hasta las sienes, le llenaban los ojos de lágrimas y la obligaban a volver. El camino hasta la cama era largo y entonces Hipólita creía que jamás volvería a ser joven.
Recordaba su cuerpo hermoso hirviendo al sol del mar, amado mil veces y mil más, ágil, pequeño. Recordaba entonces cómo era caminar por la calle en otoño, con los abrigos nuevos como intrigas, con pesados pasos, la belleza, la belleza. Luego de la operación, le costaba sentarse en la cama. Sentía cómo los músculos de los brazos le ardían del esfuerzo y pensaba siempre que los brazos son pequeños para tanto cuerpo. No tenía más que brazos para moverse y pensaba que cuando todo terminase, sus brazos lucirían estupendos de semejante ejercicio.
La esperanza
Creo que fue entonces cuando por primera vez pensó en que todo acabaría. La fealdad acabaría, el dolor acabaría, el verano, la hediondez. Y lograba recostarse y perdía la mirada: intentaba pensar y se dormía, se dormía tres horas, un día y despertaba. Intentaba enfocar la vista y volvía a perderse. Miraba su vientre abultado por la enfermedad –todavía no pensaba en su hijo- se miraba los pies adoloridos, pensaba en su vientre. Tenía un tajo abierto y más profundo, otro tajo y otro más. Pensaba, como los niños, que estamos hechos de infinitas capas y que bajo el vientre había otro vientre y otro más. Recordaba que cuando era niña creía que sobre el cielo que habitaba dios y los santos, había otro cielo con más dioses y más santos, y así hasta el infinito. Todo hacia arriba y hacia abajo era igual. Nunca había estado tanto tiempo recostada. Nunca había pensado tanto.
Hipólita comenzó un día a fantasear con la vida. Supuso que, de acuerdo a los pronósticos, su salud mejoraría inevitablemente y que ese impulso del otoño la levantaría. Se durmió la primera vez que lo pensó, y soñó que corría, espléndida, en un parque citadino, las miradas del mundo puestas en su fortaleza, en sus aires de mujer. Soñó con sus propias curvas y con el amor que volvería. Y supo entonces que ese impulso, ese quiebre de lo impuesto ocurriría.
El nacimiento de Hipólita
Tenía previsto morir. Sabía desde siempre que la realidad no la esperaba e irrumpió en el mundo desafiante, venciendo a la muerte natural, la fuerza del destino se rendía a sus pies. La ciencia había dicho que no nacería, y nació. El hombre había dicho que sería estúpida o deforme, la familia la esperaba niña imbécil, nadie creyó que viviría. Y vivió y fue hermosa y, sabía, era inteligente. El entorno dijo que era rica y eligió ser pobre, el destino dijo que iba a ser madre y terminó de cuerpo seco. “El mundo no tenía lugar para mí”, dijo una vez borracha “si no tengo línea de la vida”, y exhibió su mano “nadie me esperaba. No tengo lugar, voy probando todos”.
La operación a cielo abierto
Cuando el médico dijo que morir era posible, Hipólita pensó en no morir, en esa remota imprevisión de las cosas que siempre dejaba una puerta abierta al accidente. Sobrevivir, a los 35 años fue un incidente, pero estaba acostumbrada a lo imprevisto. Así que se salvó, como era de esperarse, ocurrió lo no previsto. Salió airosa del quirófano, sorteó la depresión, mandó a la mierda al coautor del hijo, comenzó a trabajar, se hizo hermosa, y salió a correr.
El tiempo del terror
Los horrores no tardaron en llegar. Un día confesó a un amigo que tenía visiones del espanto, que tenía miedo de morir. Cuando todo andaba bien, miraba la ventana y se veía saltando, para luego hallarse quieta y sin saltar. Que cuando cruzaba una calle se veía a sí misma atropellada, cuando había tormenta, cuando se acostaba, cuando se callaba entre las sábanas.
Que las ráfagas de lo inesperado la abordaban, como aquella vez que explicó en terapia que sabía que algo se iba a caer. Recordó que aquel era un tema de tremenda importancia para el psicoanálisis y tuvo miedo. Pidió ayuda, aunque en verdad no dijo nada.
Hubo un tiempo en que esos terrores se hicieron cotidianos. Hipólita caminaba un trecho y sospechaba un tiroteo, un tropezón, un rayo, un infarto. Veía con implacable nitidez su propio cuerpo saltando del balcón, un cuchillo en su garganta, el pecho abierto al cielo. Hubo días en que renunció a pensar en ello, pero otra vez, un rayo la partía, un hombre la atacaba, ella misma se mataba.
Se sentía feliz todo el tiempo. Eran sólo imágenes repentinas de su propia muerte, inminente, implacable. El llanto de los otros, como si aún existiera y pudiera verlos, lo inexplicable de su salto. Se alejó de las ventanas, hastiada de imaginarse saltando, como siempre, porque sí. Dejó de abrirlas y cerrarlas, el resplandor del propio salto se le había hecho cotidiano y pensó que de tanto verlo, saltaría.
El viento en la cara
Habrá pensado Hipólita que alejándose de los abismos evitaría su propio salto. Habrá creído que era natural y pasajero, que la ciencia lo sabía y que nadie salta en la víspera. Que no moriría así. Cerró los ojos en otoño ante el propio accidente, se cuidó, pensó que su mente estaba desquiciada y que todo, como siempre, iba a volver al orden natural.
Pero orden no era ni había sido nunca el esperado.
Hipólita murió un día de mucho frío. Pensó durante su caída que nada operaba de acuerdo a lo propuesto. Se preguntó por qué había saltado y se entregó al viento, a los veinte segundos de viento en la cara, al dolor del impacto, y se durmió.
TIPS PARA SER PROTAGONISTAS DE NUESTRO TIEMPO
"Hay que endurecerse pero sin perder la elegancia jamás"
Ernesto Che Guevara, personaje famoso.
Esta temporada en el ambiente de izquierda le decimos adiós a la clásica yisca, y saludamos a la práctica mochila deportiva que, no por moderna, deja de ser revolucionaria.
En cuanto a los estampados de las remeras, las consignas directas estan totalmente out. Este año se impone los simbólico: consignas politicas en formato de frase de banda de rock, preferentemente en negro.
Para las muchachas, simpaticas soleritas sin corpiño, haciendo gala de la falta de delantera pero que en el ambiente es muy bien compensada por un buen par de anteojos o bigotes al natural. Ellos, barba crecida al estilo "Valientes" otorgan aire de rebeldia y de misterio.
Tome las necesarias precauciones para el evento: evite lavar su ropa por lo menos una semana antes. Aunque a veces dejamos pasar estos detalles, un jean planchado o una camisa sin transpiración pueden dar la errada idea de que usted no estuvo militando previamente.
Para las mas maduritas: chicas, no se dejen amedrentar por la coquetería ¡todas podemos ser revolucionarias! No interesa que su blusa tenga hombreras señora, úsela con confianza, y afiáncese en el detalle de la antorcha en la mano. Tenga en cuenta que una vela en una botella de plástico significa que usted es contratada en un CAPS de algún barrio periférico. Sin embargo, si usted se anima y luce una coqueta antorcha de caña, perfumada y con repelente antimosquitos el ambiente notará que usted preside un bonito consultorio en barrio norte.
¿Dónde ubicarnos? ¿Cómo comportarnos? ¡Cuántas preguntas! Para el comedido de siempre, fiel a las luchas populares la duda es siempre la misma. Nunca olvide que estos son eventos abiertos, y si usted no posee remeras del che Guevara o pantalones indúes, los accesorios hablan por si mismos: un sencillo par de anteojos puede ser su pase hacia la inclusión.
Anímese, fabríquele a su bebé una pecherita subversiva. Aquí van algunos tips “Revolucionario en formación” “Yo apoyo la lucha de mis papis”. Seguramente el niño será fotografiado por algún periodista de un sitio de noticias independiente.
Asuma su lugar en la multitud: una cacerola Essen lo delatará como vecino de la zona céntrica y quizás, levante sospechas de que en realidad usted sigue apoyando al campo. Recomendamos asistir sin estos elementos, de manera de poder cruzar sus brazos sobre el pecho y escuchar atentamente los discursos. No festeje todo lo que escuche ¡cuidado!. Un verdadero militante es un ser intelectual. Asienta en algunos casos con sincera convicción, en otros, dude levantando una ceja en tono irónico. No se preocupe, quien lo observe supondrá que usted captó un mensaje subliminal que a él se le escapó.
¡Digale adiós a los prejuicios! Las protestas se aggiornaron. No sufra más ante la inminencia del canto de “La internacional” (usted no es el único que no sabe la letra). Ahora toda buena marcha se cierra con el Himno Nacional ¡observe! Conocidos militantes de la Cuarta Internacional, lo entonan con emoción.
Y por último: ¡disfrute! ¡Sientase como en casa! Una manifestación es siempre un evento social importante, mas aun si en ella podemos conocer a gente de izquierda, que nunca estará demás en nuestras reuniones con amigos.
¡Hasta la victoria siempre!
(Para la Revista Ernesta, septiembre de 2011)
4:55 am
yO DUEROMO Y ES DE NOCHE, PERO ME DESPIERTA EL SONIDO DE LA PUERTA. pREGUNTO QUIEN ES, MUERTA DE MIEDO, PERO CASI NO ESCUCHO. ACOMODO EL OIDO. LO PEGO A LA MADERA. U DOSTOMGP QIE UN HOMBRE ME DICE QUE ES DE GASNOR. SE RIE.
No le abro, decido no abrir como siempre porque viene a matarme, pero me dice que tiene que entrar. No escucho, asomo el oido al agujero de la cerradura y veo, con el oido, una llave plateada entrar y abrir la puerta. Me muero de miedo.
Estoy frente a el, no es malo, es un hombre de gasnor, vestido de blanco, que se rie. Puedo empezar a sentir bronca. Se rie. Le pregunto de dónde saco esa llave y me dice que se la dio el portero, y que va a entrar a arreglar algo. Le grito, me niego, entro, cierro con llave, lo desafío a que entre.
Es cuestión de segundos.. Me ato una soga por la cintura y salto por el balcón. Crro por la calle, hasta el edificio de frente. Siento pánico, es de noche y estoy sola, pero me repito que sé cómo actuar ante el miedo.
me siento en las escaleras del edificio, no soy una mendiga, pienso, tengo frio y me vence el sueño, pero sobre todo tengo miedo de la madrugada. Me digo que sé cómo actuar ante los tiroteos y me digo "ese, por ejemplo, este tiroteo. Cuando es por amor, suena un disparo cada cuatro segundos. No es un asalto. Ahí termina, van a cubrirse en la huida, va a ser una ametralladora". Comienza la balacera pero yo ya estoy en el suel, yo se muy bien como actuar ante los tiroteos.
Pienso que todo es peligroso en la ciudad de noche, cuando no hay nadie pero en mi casa está ese hombre. Empiezo a sospechar que lo soñè y me doy cuenta que alguien sale del edificio. Salgo coriendo. Mientras corro pienso que no pude haber escapado atada por el balcón, ni que un operario de edet puede haber ido de madrugada con mi llave.
Pienso mientras corro que fue un sueño, no cómo este, ahora que estoy corriendo y que siento claramente el pavimento bajo las zapatillas, esto no es un sueño, uno no corre así en los sueños.
el edificio está cerca pero yo ya sé que no voy a poder reconocer la entrada, pierdo la memoria cada tanto. Llego a una puerta baja, a un jardin, y ruego por favor haber acertado a mi edificio: una mujer me persigue.
intento no pensar en nada pero la mujer entra tras de mí. Quizás la conozca pero no lo sé, pierdo tan seguido la memoria. Me dice "He vuelto, porque en ningún lugar me tratan como vos, porque te quiero y me haces sentir joven" le respondo que es mentira, sé perfectamente que viene a matarme.
Le pido una prueba de amistad y posa: es anciana y regordeta, y va cambiando de vestuario dos veces por segundo. La reconozco. Eramos amigas y nos queríamos, a pesar de las edades, hasta hace muy poco. Pero mis recuerdos se me borran cada tanto y no podría estar segura. Me da lástima que vuelva buscando mi amistad y no estar para ella, pero todo se me olvida.
Salgo corriendo y llego a mi casa, me acuesto a dormir sabiendo que amanece. Me despierto, me pregunto si habrá sido un sueño. No puedo estar segura. Me levanto y escribo esto.
No le abro, decido no abrir como siempre porque viene a matarme, pero me dice que tiene que entrar. No escucho, asomo el oido al agujero de la cerradura y veo, con el oido, una llave plateada entrar y abrir la puerta. Me muero de miedo.
Estoy frente a el, no es malo, es un hombre de gasnor, vestido de blanco, que se rie. Puedo empezar a sentir bronca. Se rie. Le pregunto de dónde saco esa llave y me dice que se la dio el portero, y que va a entrar a arreglar algo. Le grito, me niego, entro, cierro con llave, lo desafío a que entre.
Es cuestión de segundos.. Me ato una soga por la cintura y salto por el balcón. Crro por la calle, hasta el edificio de frente. Siento pánico, es de noche y estoy sola, pero me repito que sé cómo actuar ante el miedo.
me siento en las escaleras del edificio, no soy una mendiga, pienso, tengo frio y me vence el sueño, pero sobre todo tengo miedo de la madrugada. Me digo que sé cómo actuar ante los tiroteos y me digo "ese, por ejemplo, este tiroteo. Cuando es por amor, suena un disparo cada cuatro segundos. No es un asalto. Ahí termina, van a cubrirse en la huida, va a ser una ametralladora". Comienza la balacera pero yo ya estoy en el suel, yo se muy bien como actuar ante los tiroteos.
Pienso que todo es peligroso en la ciudad de noche, cuando no hay nadie pero en mi casa está ese hombre. Empiezo a sospechar que lo soñè y me doy cuenta que alguien sale del edificio. Salgo coriendo. Mientras corro pienso que no pude haber escapado atada por el balcón, ni que un operario de edet puede haber ido de madrugada con mi llave.
Pienso mientras corro que fue un sueño, no cómo este, ahora que estoy corriendo y que siento claramente el pavimento bajo las zapatillas, esto no es un sueño, uno no corre así en los sueños.
el edificio está cerca pero yo ya sé que no voy a poder reconocer la entrada, pierdo la memoria cada tanto. Llego a una puerta baja, a un jardin, y ruego por favor haber acertado a mi edificio: una mujer me persigue.
intento no pensar en nada pero la mujer entra tras de mí. Quizás la conozca pero no lo sé, pierdo tan seguido la memoria. Me dice "He vuelto, porque en ningún lugar me tratan como vos, porque te quiero y me haces sentir joven" le respondo que es mentira, sé perfectamente que viene a matarme.
Le pido una prueba de amistad y posa: es anciana y regordeta, y va cambiando de vestuario dos veces por segundo. La reconozco. Eramos amigas y nos queríamos, a pesar de las edades, hasta hace muy poco. Pero mis recuerdos se me borran cada tanto y no podría estar segura. Me da lástima que vuelva buscando mi amistad y no estar para ella, pero todo se me olvida.
Salgo corriendo y llego a mi casa, me acuesto a dormir sabiendo que amanece. Me despierto, me pregunto si habrá sido un sueño. No puedo estar segura. Me levanto y escribo esto.
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