El viento en la cara



- Levanté varias cosas en las manos. Mucha basura en una, un mate con su termo en la derecha, un cenicero. Yo supe en un momento que todo iba a caerse pero no puedo resistir ese impulso de quebrar el paso normal del tiempo, de que ocurra algo.

A la terapeuta de Hipólita esa confesión pareció abrirle una puerta a un asunto de mucha profundidad. Reflexionemos sobre ese impulso, el de abrir la puerta al desastre, dijo desde el más allá y fue uno de esos momentos en que Hipólita se daba cuenta de que la sesión había terminado, que su terapeuta hacía agua, que estaba malgastando el tiempo.

Quebrar el orden normal de las cosas no  representaba más que el mismo devenir del mundo, de la historia. Suponer que ante cada acto sobrevendrá otro lógicamente encadenado era una idea que a Hipólita siempre le pareció un lujo: nada operaba de acuerdo a lo propuesto, salvo para los elegidos.

Los elegidos siempre fueron los demás. Los hermosos, los sobrevolantes, los que habíanse casado y tenían quien los ame. La vida les llegaba como un lecho manso de dulzuras y tristezas llevaderas, de triunfos casi inmerecidos. Un hijo, decía Hipólita, es el lujo de los lindos.

Hipólita decidió entonces que semejante terapia era un gasto inmerecido y la abandonó.

Hipólita en números

Los veinte años de Hipólita transcurrieron entre angustias y dolores. Amó a 54 hombres en diez años, tuvo doce oficios, fue arrestada, pobre, inmensamente rica, se le murió un amigo, y construyó para sí cerca de 128 atuendos a fuerza de ingenio, que envolvieron el cuerpo delicioso. Pero se entregó al destino al cumplir los 30 y aceptó, sin más, que la vida la mecía, la llevaba donde sea, sin horrores, y que todo duraría para siempre hasta que acabara.
El tiempo de la conciencia le duró unos meses. Tenía el cuerpo abierto y, sin más rodeos, una marca en la barriga. Pasó su tiempo de reposo embebida en la conciencia de su propio cuerpo.

El reposo de Hipólita

Fue la primera vez que la operaron. Hipólita había llegado con dolores de los cotidianos y supo entonces que estaba perdiendo otro niño. Había renunciado ya a la idea de que un embarazo suponía un hijo, su cuerpo era incapaz de germinar y por el contrario, otro monstruo le comía las entrañas. Lo sacaron, por supuesto, a fuerza de cuchillos y emergencia, le sacaron la criatura de las entrañas –“esas son entrañas”, había escuchado decir al cirujano que le sacaba al niño porque la estaba matando, la estaba matando-.
Todavía no había tomado conciencia de su propia muerte, de su buen tino de burlarla, y pensaba en su propio cuerpo. Representaba mil veces lo que había ocurrido en su piel, una cicatriz eterna, un corte que se repetía al infinito bajo el propio vientre, su propio hijo que aún latía muerto en un cesto de basura –“¿Qué habrán hecho con el niño? Aún estaba vivo”-, los dolores cirujanos, el cuidado de moverse.

La conciencia del propio cuerpo

Llevaba una enorme venda en la barriga. Caminaba hacia adelante, los cabellos sucios sobre el hombro, los pasos cortos, cualquier cosa antes que el dolor. Durante esos días los desafíos vitales fueron girar en la cama por calambres, levantarse porque la tristeza la llevaba, llegar a la cocina. Pasaba por el living y miraba a la derecha, un espejo la mostraba quebrada, caminando lentamente. El espejo la grababa vieja y a cada paso Hipólita descubría una cana, las ojeras, la piel del rostro que tiraba hacia abajo. Los pelos de las piernas, la papada que caía, las patillas hediondas sobre las mejillas, el olor, el terrible olor del que no se puede mover. La hediondez de su propia enfermedad, reflejada en los niños que durante esos días se asustaban de encontrarla. El triunfo era no caer en el camino, no caer y no dar lástima. Llegaba en esos días a la cocina, la miraba impecable, no sabía qué hacer y un dolor le subía desde el tajo hasta las sienes, le llenaban los ojos de lágrimas y la obligaban a volver. El camino hasta la cama era largo y entonces Hipólita creía que jamás volvería a ser joven.

Recordaba su cuerpo hermoso hirviendo al sol del mar, amado mil veces y mil más, ágil, pequeño. Recordaba entonces cómo era caminar por la calle en otoño, con los abrigos nuevos como intrigas, con pesados pasos, la belleza, la belleza. Luego de la operación, le costaba sentarse en la cama. Sentía cómo los músculos de los brazos le ardían del esfuerzo y pensaba siempre que los brazos son pequeños para tanto cuerpo. No tenía más que brazos para moverse y pensaba que cuando todo terminase, sus brazos lucirían estupendos de semejante ejercicio.

La esperanza

Creo que fue entonces cuando por primera vez pensó en que todo acabaría. La fealdad acabaría, el dolor acabaría, el verano, la hediondez. Y lograba recostarse y perdía la mirada: intentaba pensar y se dormía, se dormía tres horas, un día y despertaba. Intentaba enfocar la vista y volvía a perderse. Miraba su vientre abultado por la enfermedad –todavía no pensaba en su hijo- se miraba los pies adoloridos, pensaba en su vientre. Tenía un tajo abierto y más profundo, otro tajo y otro más. Pensaba, como los niños, que estamos hechos de infinitas capas y que bajo el vientre había otro vientre y otro más. Recordaba que cuando era niña creía que sobre el cielo que habitaba dios y los santos, había otro cielo con más dioses y más santos, y así hasta el infinito. Todo hacia arriba y hacia abajo era igual. Nunca había estado tanto tiempo recostada. Nunca había pensado tanto.

Hipólita comenzó un día a fantasear con la vida. Supuso que, de acuerdo a los pronósticos, su salud mejoraría inevitablemente y que ese impulso del otoño la levantaría. Se durmió la primera vez que lo pensó, y soñó que corría, espléndida, en un parque citadino, las miradas del mundo puestas en su fortaleza, en sus aires de mujer. Soñó con sus propias curvas y con el amor que volvería. Y supo entonces que ese impulso, ese quiebre de lo impuesto ocurriría.

El nacimiento de Hipólita

Tenía previsto  morir. Sabía desde siempre que la realidad no la esperaba e irrumpió en el mundo desafiante, venciendo a la muerte natural, la fuerza del destino se rendía a sus pies. La ciencia había dicho que no nacería, y nació. El hombre había dicho que sería estúpida o deforme, la familia la esperaba niña imbécil, nadie creyó que viviría. Y vivió y fue hermosa y, sabía, era inteligente. El entorno dijo que era rica y eligió ser pobre, el destino dijo que iba a ser madre y terminó de cuerpo seco. “El mundo no tenía lugar para mí”, dijo una vez borracha “si no tengo línea de la vida”, y exhibió su mano “nadie me esperaba. No tengo lugar, voy probando todos”.

La operación a cielo abierto

Cuando el médico dijo que morir era posible, Hipólita pensó en no morir, en esa remota imprevisión de las cosas que siempre dejaba una puerta abierta al accidente. Sobrevivir, a los 35 años fue un incidente, pero estaba acostumbrada a lo imprevisto. Así que se salvó, como era de esperarse, ocurrió lo no previsto. Salió airosa del quirófano, sorteó la depresión, mandó a la mierda al coautor del hijo, comenzó a trabajar, se hizo hermosa, y salió a correr.

El tiempo del terror

Los horrores no tardaron en llegar. Un día confesó a un amigo que tenía visiones del espanto, que tenía miedo de morir. Cuando todo andaba bien, miraba la ventana y se veía saltando, para luego hallarse quieta y sin saltar. Que cuando cruzaba una calle se veía a sí misma atropellada, cuando había tormenta, cuando se acostaba, cuando se callaba entre las sábanas.
Que las ráfagas de lo inesperado la abordaban, como aquella vez que explicó en terapia que sabía que algo se iba a caer. Recordó que aquel era un tema de tremenda importancia para el psicoanálisis y tuvo miedo. Pidió ayuda, aunque en verdad no dijo nada.

Hubo un tiempo en que esos terrores se hicieron cotidianos. Hipólita caminaba un trecho y sospechaba un tiroteo, un tropezón, un rayo, un infarto. Veía con implacable nitidez su propio cuerpo saltando del balcón, un cuchillo en su garganta, el pecho abierto al cielo. Hubo días en que renunció a pensar en ello, pero otra vez, un rayo la partía, un hombre la atacaba, ella misma se mataba.

Se sentía feliz todo el tiempo. Eran sólo imágenes repentinas de su propia muerte, inminente, implacable. El llanto de los otros, como si aún existiera y pudiera verlos, lo inexplicable de su salto. Se alejó de las ventanas, hastiada de imaginarse saltando, como siempre, porque sí. Dejó de abrirlas y cerrarlas, el resplandor del propio salto se le había hecho cotidiano y pensó que de tanto verlo, saltaría.

El viento en la cara

Habrá pensado Hipólita que alejándose de los abismos evitaría su propio salto. Habrá creído que era natural y pasajero, que la ciencia lo sabía y que nadie salta en la víspera. Que no moriría así. Cerró los ojos en otoño ante el propio accidente, se cuidó, pensó que su mente estaba desquiciada y que todo, como siempre, iba a volver al orden natural.

Pero orden no era ni había sido nunca el esperado.

Hipólita murió un día de mucho frío. Pensó durante su caída que nada operaba de acuerdo a lo propuesto. Se preguntó por qué había saltado y se entregó al viento, a los veinte segundos de viento en la cara, al dolor del impacto, y se durmió.