La muerte de los perros


Frida y Ceci se morían. Una respiraba ya muy poco sobre el césped, el hocico inflado, se dejaba morir. Ceci en cambio temblaba sobre el mármol frío, bajo un techo absurdo.


Frida había corrido toda la vida. Sabía, porque lo sabía su sangre, que antes de morir debía hallar un sitio oculto, refugiarse allí, y dejar de comer. El devenir de la naturaleza se encargaría mansamente de lo demás.


En cambio Ceci no estaba preparada. Nunca había pensado en la muerte porque el miedo la espantaba. Se había despertado esa mañana con dolor –pensaba Quiero ir a mi casa, dormir- y había llegado sola al hospital. Pensaba Respirar despacio, Respirar poco, Todavía puedo respirar. Ceci firmó todos los documentos que le pidieron, y a cada médico le preguntó si podía morir en las próximas horas. Todos respondieron que era una posibilidad.


  Cuando Frida se moría, sin haber podido armar su tumba, pensaba como perro. Miraba a su compañera corretear, robarle la comida, mirar la mariposa, dormitarse. Esa perra amiga  supo ser cuando nació su hija, pero la naturaleza es fría y el detalle fue olvidado en el destete. Frida se moría sola.


Ceci llevaba un hijo en algún lugar del cuerpo, estallándole las vísceras, comiéndola por dentro. Sabía ahora que era un niño, que podía tener sus ojos y que estaba vivo. Sentía  cómo el vientre le explotaba. Sabía, se lo habían dicho, que sería el último hijo, y que había que sacarlo. Ceci, como Frida, se moría sola.


Intentó dos veces encontrar una mano que aferrara la suya, pero tanto el residente como el camillero se abocaban a otros menesteres, como agujerearla, sangrarla, explicarle a los colegas lo urgente del momento. Frida en cambio, nunca lo intentó: no tenía palabras, era un perro y los genes le decían que la muerte era parte del camino.


Días después de ese viernes, ambas se encontraron frente a frente. Cecilia se recuperaba en una cama, y Frida continuaba su camino sin regreso. Se miraban por una ventana, sin hablarse. Cecilia recordaba cuánto había necesitado una mano amiga y sentía lástima por una perra que moría, sabiendo que moría, moría sola. La mirada de la bestia se cansaba cada tanto y el hocico le pesaba contra el suelo. Habrá estado aterrada, pensaba Ceci, porque las caderas le temblaban, porque no había remedio, porque ya no respiraba.


Luego de la muerte de la perra, Cecilia, caminando, decidió que cuando llegue otra vez el momento, llegue porque no hay remedio, iba a tener un cuerpo que la abrace, que le diga Mami, que le cante al oído que no tenga miedo. Ceci iba a tener entonces esa porfiada sospecha de que nada acabaría cuando todo acabe. Entonces, tuvo un hijo.